Napoleón y el Espectro

Pues bien, el emperador se acostó.
—Chevalier, cierra los postigos y corre esas cortinas antes de retirarte —le
ordenó a su ayuda de cámara.
Chevalier hizo lo que se le pedía. Luego tomó el candelabro y abandonó la
habitación.
Poco después al emperador le pareció que la almohada estaba algo dura y se
incorporó para ahuecarla. Entonces oyó un crujido junto a la cabecera de la
cama. Su majestad aguzó el oído, pero todo estaba en silencio, de modo que
volvió a tumbarse.
Justo cuando acababa de encontrar una postura cómoda, le importunó una sed
repentina. Apoyándose en el codo, cogió una copa de limonada de la mesilla de
noche y bebió un prolongado sorbo. Al devolver la copa a su sitio, oyó un grave
gemido que provenía del ropero que ocupaba una de las esquinas del aposento.
—¿Quién anda ahí? —gritó el emperador, empuñando sus pistolas—. ¡Hable
ahora, o le volaré la tapa de los sesos!
Su amenaza solo consiguió que se escuchara una risa breve y cortante, seguida del más absoluto silencio.
El emperador salió pues de la cama, se puso a toda prisa una robe-de-chambre
que había dejado sobre el respaldo de una silla y se dirigió valerosamente hacia el
misterioso armario embrujado. Al abrir la puerta, escuchó un roce en el interior
del mueble. Así que, espada en mano, miró dentro. Como no descubrió allí alma
ni sustancia alguna, acabó por concluir que el ruido debía de haber sido causado
por un abrigo que se había resbalado del gancho de la puerta en el que estaba
colgado.
Regresó al lecho levemente avergonzado.
Estaba ya a punto de volver a cerrar los ojos cuando la luz de tres velas que
ardían en un candelabro de plata sobre la repisa de la chimenea se atenuó de
pronto. El emperador levantó la vista y descubrió que una sombra negra y opaca
se interponía entre él y el candelabro. Sudando de terror, alargó el brazo hacia el
cordel de la campanilla, pero un ser invisible se lo arrebató, al mismo tiempo que la sombra amenazadora se desvanecía por completo.
—¡Bah! —exclamó Napoleón—. No ha sido más que una ilusión óptica.
—¿De veras? —le susurró misteriosamente al oído una voz grave y cavernosa
—. ¿Ha sido solo una ilusión, emperador de Francia? ¡No! Todo lo que has visto
y oído es la triste y profética realidad. ¡En pie, portador del águila imperial!
¡Despierta, señor del cetro de lis! ¡Sígueme, Napoleón, que todavía te queda
mucho por ver!
En cuanto la voz dejó de oírse, una forma se materializó ante sus asombrados
ojos. Era la figura de un hombre alto y delgado, ataviado con una levita azul con
galones dorados. Llevaba un pañuelo negro muy ceñido al cuello, sujeto con dos
pequeñas agujas detrás de cada una de sus orejas. Su tez estaba lívida, la lengua le asomaba entre los dientes, y los ojos, vidriosos y enrojecidos, sobresalían
aterradoramente de las cuencas.
—Mon Dieu! ¿Qué es lo que veo? ¿De dónde vienes, espectro? —preguntó el
emperador.
La aparición no habló, pero levantó un dedo para indicarle al emperador que la
siguiera.
Víctima de un misterioso influjo que le impedía pensar o actuar por voluntad
propia, el emperador obedeció en silencio.
La sólida pared de la estancia se abrió a su paso y volvió a cerrarse con un ruido
atronador tras él.
Se habrían encontrado sumidos en la más completa oscuridad de no haber sido
por el tenue halo de luz que rodeaba al espectro, que reveló los muros húmedos
de un largo pasadizo abovedado que recorrieron juntos con silenciosa celeridad.
Poco después, una brisa fresca que ascendía hacia el techo y obligó al emperador a ceñirse el camisón al cuerpo anunció que se acercaban al exterior.
Al salir del pasadizo, Napoleón se descubrió en una de las principales calles de París.
—Venerable espíritu —dijo el emperador, tiritando a causa del gélido airenocturno—, permite que regrese para abrigarme un poco. Volveré enseguida a tu lado.
—¡Sigue adelante! —repuso su acompañante con severidad.
Pese a la creciente indignación que le embargaba, el emperador no tuvo más
remedio que obedecer.
Acompañado por el espectro, recorrió las calles desiertas hasta llegar a una
mansión que se alzaba a orillas del Sena. Una vez allí, su guía se detuvo, y cuando las puertas se abrieron para recibirlos, entraron en un amplio vestíbulo de mármol que ocultaba parcialmente una cortina, por cuyos pliegues transparentes penetraba una intensa luz que ardía con un brillo cegador. Una hilera de figuras femeninas fastuosamente vestidas y tocadas con guirnaldas de las flores más hermosas, aunque con los rostros ocultos por unas espantosas máscaras de calavera, se alineaba ante el cortinaje.
—¿Qué significa toda esta mascarada? —gritó el emperador, esforzándose por
librarse de los grilletes mentales que lo retenían en contra de su voluntad—. ¿Se
puede saber dónde me hallo? ¿Por qué se me ha traído aquí?
—¡Silencio! —ordenó el guía, sacando todavía más la lengua negra y
ensangrentada—. Si quieres librarte de una pronta muerte, guarda silencio.
El emperador, imbuido de un coraje innato que superaba al temor transitorio que lo había sometido inicialmente, estaba a punto de responder cuando empezó a oírse una música extravagante y sobrenatural que procedía de detrás del
cortinaje, que se hinchó y ondeó como si un tumulto interno o una batalla de
vendavales estuviera teniendo lugar al otro lado. Acto seguido, una mezcla
abrumadora de hedor a putrefacción, combinado con los más suntuosos aromas orientales, inundó el salón embrujado.
En ese momento el emperador alcanzó a oír un murmullo de voces distantes, y
de pronto alguien le sujetó el brazo por detrás.
Napoleón se volvió apresuradamente para encontrarse con el semblante familiar
de María Luisa.
—¿Qué ocurre? ¿Has venido tú también a este lugar infernal? ¿Qué te ha traído
hasta aquí?
—¿Me permite su majestad que le haga la misma pregunta? ¿Qué le ha traído
hasta aquí? —repuso la emperatriz, sonriendo.
Napoleón no respondió, mudo de asombro.
Ningún cortinaje se interponía ahora entre el emperador y la luz. Este se había
esfumado como por arte de magia, y un espléndido candelabro de cristal colgaba
ahora por encima de su cabeza. Una multitud de damas, elegantemente vestidas pero sin las máscaras de calavera, ocupaban la sala acompañadas por la proporción adecuada de desenfadados caballeros. Seguía sonando la música, pero era evidente que provenía de una banda de intérpretes mortales reunidos en una orquesta cercana. Todavía se percibía cierto aroma a incienso, pero en absoluto contaminado por hedor alguno.
—Mon Dieu! —exclamó el emperador—. ¿Qué sucede aquí? ¿Dónde diablos
está Piche?
—¿Piche? ¿A qué se refiere su majestad? ¿No será mejor que abandone este
lugar y se retire a descansar?
—¿Abandonar este lugar? ¿Por qué? ¿Dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado por varios cortesanos a los que he invitado a
un baile esta noche. Ha entrado usted hace unos instantes, en camisón, con la
mirada perdida y los ojos como platos. En vista de su desconcierto, supongo que
ha llegado hasta aquí caminando dormido.
De inmediato, el emperador se sumió en un estado de catalepsia que se
prolongó durante toda la noche y gran parte del día siguiente.

Autor: Charlotte Bronte(1833)

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